Publicado en Publimetro Colombia
– Enero 15 de 2020 –
Luego de anunciar la radicación del proyecto de acuerdo para desincentivar las corridas de toros y novilladas en Bogotá, taurinos y ganaderos se desataron en agresiones. Pusieron a circular un refrito descontextualizado del 2017, en el que la periodista Maria Jimena Duzán, durante el programa Semana en Vivo, me hizo una pregunta absurda. O, en términos más amables, planteó un falso dilema.
Su pregunta era si en un incendio salvaría a un bebé o a una cucaracha. Guardé silencio, sorprendida, y enseguida contesté que no respondería a un falso dilema; que allí no había un dilema moral. No seguirle el juego a la tontería (habrían querido que dijera: ¡el bebé!, como si fuera un deber responder a cualquier pregunta aunque carezca de sentido) ha bastado para que los expertos en matar, gustozos, me metan al ruedo.
A la faena se sumaron políticos (uno de ellos del Centro Democrático investigado por falsos testigos), una iglesia cristiana y hasta la exdirectora del ICBF, Cristina Plazas. Ella, zambullida en un centímetro de profundidad periodística, replicó que en este mundo la vida de los niños no vale nada. Ciertamente, durante su gestión jamás movió un dedo para evitar que los niños ingresaran a corridas de toros, pese a que las Naciones Unidas han recomendado prohibir su participación por el grado de violencia que se despliega en esos repugnantes espectáculos. Así que, tristemente, quizás tenga razón: la vida de los niños parece valer poco. No sé si en el mundo, pero sí en Colombia.
En fin, aunque el asunto no merecería mayor comentario por partir de una falacia (y porque solo demuestra el modus operandi al que nos estamos acostumbrando los colombianos: destruir a quien no nos gusta a punta de mentiras), vale la pena aprovecharlo para mirar un poco lo que está de fondo.
Una de las salidas de los detractores de los derechos de los animales ha sido plantear falsos dilemas o pendientes resbaladizas, como la que nos ocupa. Con ello, buscan forzar la idea de que proteger intereses básicos de algunos animales –por ejemplo, a la vida, a la libertad corporal o a la integridad física– pondría en riesgo derechos humanos. Nada más equivocado.
Primero, porque proteger intereses básicos de animales, como los mencionados, no atenta contra ningún derecho fundamental. Cosa distinta sería plantear que los intereses de los animales priman sobre los de los humanos. En cambio, los opositores a la protección de la vida animal insisten en que los derechos de las personas deberían preponderar en cualquier circunstancia. Sin embargo, lo único que quieren proteger con ello son sus privilegios –ojo: no sus derechos–, para lo cual apelan a falsos dilemas.
Esto no quiere decir que en la vida cotidiana no se planteen constantes conflictos de intereses entre animales humanos y no humanos. En estos casos, es útil aplicar el principio de igual consideración moral que consiste, simplemente, en hacer una justa ponderación entre los intereses de unos y otros. Es decir, en no restringir, arbitrariamente, la consideración moral a los intereses de una sola especie: la humana.
Segundo, porque nuestras decisiones morales reales no consisten en optar entre la vida de un insecto y la de un bebé humano (¿Acaso alguien se ha enfrentado a este dilema?).
Quienes se oponen a los derechos de los animales generalmente evacúan las discusiones alegando que los intereses de los humanos son más importantes que los de otros animales, en cualquier circunstancia, simplemente por ser humanos. A diferencia de ello, quienes reivindicamos los derechos de los animales planteamos que los intereses fundamentales de unos y otros deben ser tenidos en cuenta. Mera cuestión de ampliar el círculo de consideración moral.
Pero, además, el falso dilema que planteó la periodista (que gatilló la risita socarrona del filósofo de los taurinos, quien seguramente me creyó acorralada) es doblemente falso porque la cucaracha no es un ser sintiente (no, al menos, que yo sepa). Los dilemas interesantes en filosofía son los que plantean verdaderos conflictos morales (por ejemplo, la matanza de diez mil camellos en Australia). En efecto, estos dan juego a la argumentación.
El resto de la anécdota es el añadido escandaloso propio de las malas películas gringas de terror, tipo la invasión de las ratas. Nótese que en el ejemplo la tonta cuestión se plantea entre una cucaracha (un insecto que genera repugnancia a la mayoría de las personas) y un bebé. No entre un oso panda (animal carismático) y un humano rechazado por la sociedad; por ejemplo, un pedófilo.
Y si aún así quieren que les responda, taurinos rabiosos, les digo que ninguna cucaracha necesita ser salvada, ni por mi, ni por ustedes (que seguramente la aplastarían, aún pudiendo dejarla con vida). Estas criaturas son tan astutas, que huirían antes que se propagara el incendio. Sálvense ustedes que tienen el corazón marchito.
Bien puedan seguir en su empeño por descalificarme y degradar mi moral pública. Muy a su pesar, seguiré trabajando porque el mundo sea un lugar más justo para todos. Esta lucha es, ahora, un mandato popular.
(Por cierto, qué hermosas las imágenes de humanos salvando koalas víctimas de los incendios de Australia).