Por: Andrea Padilla Villarraga
Activista por los derechos de los animales | Concejal animalista de Bogotá | Ph.D. Derecho | @andreanimalidad |
Hace 16 años, por estos días de abril, descolgué de una pequeña jaula a una gatita con forma de almendra, que berreaba sin parar. Me causó gracia la fuerza de sus pulmones, tan pequeñita, y, a la vez, tristeza su orfandad. La saqué de la nuca, emulando el gesto de la madre, y la sostuve con mis dos manos, mientras se calmaba. Su protuberante panza engusanada y su colita partida eran señales inconfundibles de la precaria vida que esa diminuta escandalosa había llevado hasta ahora. Sus ojazos verdes y acuosos se posaron en los míos y, entonces, sentí que la amaba.
Kora murió el sábado 18 de abril a las 11 de la mañana. Tuvimos dieciséis años para mirarnos y amarnos todos los días; para parpadearnos, y así decirnos “te quiero”, cada vez que yo hacía una pausa en mis actividades, que era el modo en que frenaba mi deseo compulsivo de mordisquearle las orejas, olerle las patas, jalarle los bigotes, arrullarla y sumergir mi hocico en su tierno y tibio cuerpo, siempre vibrante. Ella era una constante invitación al juego y un relajante universo paralelo de cosas sin importancia. Un oasis.
La partida de mi compañera, que es el significado de su nombre: Kora, ha sido devastadora. Siento agobio de solo pensar que ahora la vida será sin ella; que tendré que tomar decisiones y aprender a escribir sin sus consejos; que no estará más ocupando los espacios de la casa, lo que hacía exquisito nuestro hogar; que no podré acariciar sus almohadillas de las patas, mientras trabajo; que no la abrazaré en las noches, entre la cama, desatada en ronroneos; que no volveré a sentarla en mis piernas, contra mi pecho, con su panza mirando al cielo y su cabeza empujando mi mentón (o mi mentón recostado en su cabeza); y que no irá más detrás de mi (aunque yo seguiré yendo tras ella).
Por eso no quitaré sus cosas, salvo para sacarles los pelos (de los que guardo un puñado). Tan pronto merme un poco esta tristeza, que hoy me resta aire y reduce mi energía vital, nuestro hogar será nuevamente un refugio para gatas rescatadas lactantes o gestantes, que siempre han sido mi prioridad. Así es como seguiré yendo tras ella: dándoles a otras compañeras lo que, en vida, nos procuramos la una a la otra: alegría, ternura, consuelo. No conozco ni debería haber otra forma de vivir.
Solo una cosa nos quedó pendiente a Kora y a mi: terminar de convertir mi tesis doctoral –a la que ella aportó de forma sustancial, pues bastaba con mirarla y silenciar la mente para encontrar la palabra justa o el sentido de una frase– en un libro sobre derechos de los animales. En la dedicatoria de la tesis ya decía: “A Kora, protagonista y coautora”. La foto que acompaña esta nota es la muestra (viva) de que así fue.
Hice todo lo que pude para mantener a mi amiga con vida y bienestar, hasta que entendí que ella estaba exhausta, y yo, movida por la angustia de perderla, forzándola a seguir. Sus ojitos acuosos –ya no como al principio, cuando gritaba por vivir– me miraron por última vez, mientras se le iba el alma. Como el día en que nos conocimos, sentí que la amaba.