Publicado en La Silla Vacía

– Enero 29 de 2012 –

Tanto se ha dicho y escrito a favor y en contra de las corridas de toros y espectáculos semejantes, que no resulta fácil escribir algo nuevo que aporte al debate y contribuya, de algún modo, a la eliminación definitiva de prácticas que vulneran la vida de los animales y denigran a la misma humanidad.

Por parte de los taurinos (toreros, aficionados, ganaderos y empresarios) se escuchan argumentos vergonzosos como los que ligan religión y tauromaquia –razón de más para entender por qué la iglesia dejó hace tiempo de ser un referente moral en Occidente-; otros esnobistas y arrogantes como los que pretenden erigir la matanza de animales al nivel del arte –nombre que en la modernidad se le da cualquier cosa-; el más común que apela a la tradición –godo argumento que condena al inmovilismo-; o el que haría de los taurinos, según ellos mismos, verdaderos filántropos por dar a los toros ‘una muerte digna en la batalla’, a diferencia de la muerte infame y en cadena a la que son sometidos los demás animales.

Recientemente se han puesto de moda, además, las que apelan a la necesidad de mantener las corridas de toros para construir hospitales para pobres –perversa lógica que da valor a la vida de unos y aniquila literalmente la de otros–, o al altruismo innato de los taurinos por ayudar a preservar una raza inventada por ellos mismos para su propio divertimento cruel. ¡Ahora resulta que son ambientalistas!

De parte de quienes defendemos a los animales y reivindicamos el derecho que nos asiste a todos los seres sintientes de vivir y morir dignamente –no la dignidad de la muerte de la que hablan los taurinos en sus masacres disfrazadas con discursos sobre batallas y combates, sino la de verdad, la que todos los mortales comprendemos cuando hablamos de la vida–, también escuchamos una diversidad de razones que, a diferencia del variopinto espectro argumental de los defensores de su fiesta, concluyen, al final, en una sola, contundente y suficiente por  su misma obviedad.

La razón a la que hago referencia no es otra que la sintiencia (sentience) del toro: la capacidad que comparte con todos los seres vivos, dotados de un sistema nervioso, de experimentar placer, dolor y sufrimiento y que lo hace sujeto de consideración moral.

Ante esta aseveración suelen decir los taurinos: ‘ya vienen los antitaurinos con su sensiblería’. Ojalá todos los ciudadanos del mundo fuéramos sensibles cuando de respetar la vida se tratara.

Apelando a nuestra cordura y humanidad, esta razón debería ser suficiente para reconocer que la ética y los límites que ella impone a cualquier actividad humana -más aun cuando es la vida de otro ser sintiente la que está en juego sin su voluntad- se impone como argumento a las justificaciones espurias y arrogantes de quienes quieren su fiesta a toda costa, alegando libertades y derechos absolutos sobre el resto de las criaturas o banalizando la discusión a una mera cuestión de gustos particulares y repugnancias íntimas.

Ni siquiera el arte –concedámosle este rotulo a las masacres taurinas- está eximido de responsabilidades éticas. ¿O es que acaso un artista tiene derecho a torturar a un animal salvaguardándose en su supuesta ‘inmunidad artística’?

Es más, consintamos que en el arte es legítimo realizar cualquier fantasía por perversa, violenta o controversial que resulte, mientras se trate de una representación. Pero lo que sucede en el ruedo no es una representación: son seis toros que mueren ahogados en su propia sangre tras ser torturados, envilecidos, al clamor de una tonta muchedumbre cada vez más distante de su propia humanidad compasiva.

Admito que dejar de torturar animales quizás coarte la libertad de los taurinos de pasar una tarde de domingo en la Plaza de Toros rodeados de gente linda y con clase, pero a pesar de este argumento, tan de peso, la vida de un animal –y de cualquier ser vivo- siempre valdrá más.

La ética es sólo una. No es una opción personal, es un imperativo vinculante. Por ello, el respeto a la vida de los animales y de los más vulnerables será siempre el termómetro que mida cómo se plantea la ética una sociedad.