Publicada en Publimetro.

-Marzo 04 de 2019-

Conocí a Janeth, Georgina, Gloria, Esmeralda, Martha, Amanda y a tantas otras del mismo modo: con ropa de trabajo, pies bien plantados y ambas manos ocupadas. Una sujetando una cuerda con dos o tres perros flacos o con un guacal lleno de gaticos berrietas y en el fondo una gata exhausta. La otra con una jaula-trampa, un bulto de comida, medicinas de emergencia o más criaturas maltrechas.

Siempre llevando y trayendo animales rescatados de caños, talleres y casas vacías. Trepadas en tejados, como hicimos en el Bronx. Haciéndole “cacería” durante días a una perra o una gata en celo. Atendiendo urgencias y angustias humano-animales a media noche. Persuadiendo a habitantes de calle para esterilizar a sus compañeros de infortunios. Ingeniándose estrategias vecinales contra el maltrato. Inventando y participando en eventos para recaudar fondos. Realizando quincenalmente jornadas de esterilización y adopción. Y, por supuesto, peleando en calles y oficinas con funcionarios mediocres, indolentes y corruptos, porque la plata de los animales también se la han robado y no han faltado quienes han pretendido, desde su escritorio, enseñarles a “hacer las cosas bien”.

Todo con sus propios recursos, pues además del trabajo en calle, estas mujeres han convertido sus casas en pequeños refugios donde alivian dolores de cuerpo y alma de animales maltratados, heridos, enfermos, violados y explotados como máquinas de reproducción. Albergues improvisados con enormes esfuerzos y costos personales, familiares y económicos, donde cientos de animales experimentan por primera vez el amor y encuentran una esperanza de vida.

Ellas son las proteccionistas. Mujeres que día y noche salvan gatos y perros solas o con la mínima ayuda del estado. Incluso, a pesar de él. Activistas de barrio que atienden a los seres más vulnerables y desprotegidos, educando y dándole ejemplo a una sociedad tan a menudo impermeable al dolor. Líderes orgánicas que han antepuesto los intereses de los animales a los suyos o, que a fuerza de estar en contacto con la injusticia y el sufrimiento, han convertido los de aquellos en propios. Por eso sacan la garra para exigir recursos públicos. Porque, como madres, saben lo que necesitan y reclaman lo que es suyo.

Por fortuna, hay cientos de ellas en Colombia. Todas llevan, en común, un ronroneo en las entrañas. Escuchan los maullidos quejosos a distancia y distinguen un aullido de alerta de uno de dolor. Tienen conectados la razón y el corazón. Saben hacer. Son asertivas. Tienen claras las prioridades. Y es gracias a ellas que, en nuestro país, los perros y gatos no están peor.

Por eso, su conocimiento y experiencia deberían ser la principal guía de las entidades gubernamentales cuya función es garantizar el bienestar de los animales. En cambio, estas han solido imponer rutas de atención inoperantes, burocracias paralizantes, programas innecesarios y han pretendido minar el auténtico liderazgo de las proteccionistas, imponiéndoles “referentes” construidos de la noche a la mañana.

Con o sin el estado, ellas seguirán salvando y dignificando vidas de animales. Pero, ciertamente, los frutos de su trabajo se potenciarían si la administración pública las escuchara, acogiera su experiencia con respeto y grandeza, y orientara de su mano la inversión del (escaso) recurso público. Entretanto, ellas no cederán su poder. Seguirán alzando la voz para exigir y denunciar, en franca protesta social. Son guerreras. Las palmaditas en la espalda les han sacado callo. Eso sí, para construir siempre estarán dispuestas.

En menos de una semana se conmemorará el día internacional de la mujer. Para ellas, las proteccionistas, la mejor celebración sería que las políticas públicas de protección animal las incluyeran por vías efectivas. No con reuniones y promesas incumplidas que, una tras otra, destruyen lo más valioso de una sociedad: la confianza en las instituciones y la participación.

A ellas, un sentido homenaje.